Cierra los ojos, respira profundamente y muérdete el labio inferior. Siente un impulso que te empuja hacía delante como una fuerte ráfaga en una tormenta, una bocanada de aire que revive. Un escalofrío recorre tu cuerpo, como si tratara de crear un camino desde tu cabeza hasta los dedos de los pies, sin olvidar esa cintura que volvería loca hasta a la persona más cuerda. Calma, no olvida ningún centímetro de ti. Esas ganas incontrolables de olvidarte de todo cuanto te rodea y dejarte llevar como nunca lo has hecho, dejando de lado los porqués, las consecuencias y todo aquello que impida ese estímulo. Una tentación que va más allá de una mirada o una sonrisa, más allá del cielo, de las estrellas y de todo lo que puedas imaginar.
Ese “me muero de ganas”, esos nervios que hacen que las piernas tiemblen y recuerdas esa sensación de desvanecimiento, como la rama que cayó al suelo en el momento oportuno para que te abrazaras a ella. Suena a tontería, pero más de uno pondría la mano en el fuego cuando dicen que aquél semáforo pedía a gritos un beso. Era el escenario perfecto, la noche, la luna y un incansable ruido de coches y personas, pero todo ello estaba en un segundo plano. En sus cabezas sólo se escuchaba el deseo.
Pasan los días pero no los nervios y cada día que pasa es una nueva tentación. El momento en que vuestras manos se rozaron por una milésima de segundo y sentiste que el corazón podía latir con más fuerza que nunca.
No hay nada que pueda pararlo.
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